Miguel de Cervantes Saavedra
(1547-1616)
El Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de la Mancha
CAPÍTULO XLV
De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y del modo
que comenzó a gobernar
¡Oh perpetuo descubridor de los
antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras,
Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la Poesía,
inventor de la Música, tú que siempre sales y, aunque lo parece, nunca te pones!
A ti digo, ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!, a ti digo que
me favorezcas y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir
por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti,
yo me siento tibio, desmazalado y confuso.
Digo, pues, que con todo su
acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los
mejores que el duque tenía.
Diéronle a entender que se
llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya
por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de
la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle; tocaron
las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con
mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con
algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le
admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria.
El traje, las barbas, la gordura
y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis
del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos.
Finalmente, en sacándole de la iglesia le llevaron a la silla del juzgado y le
sentaron en ella, y el mayordomo del duque le dijo.
—Es costumbre antigua en esta
ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula
está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere, que sea algo
intricada y dificultosa; de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del
ingenio de su nuevo gobernador, y así, o se alegra o se entristece con su
venida.
En tanto que el mayordomo decía
esto a Sancho, estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared
frontera de su silla estaban escritas; y como él no sabía leer, preguntó que
qué eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:
—Señor, allí está escrito y
notado el día en que Vuestra Señoría tomó posesión de esta ínsula, y dice el
epitafio: Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta
ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce.
—Y ¿a quién llaman don Sancho
Panza? —preguntó Sancho.
—A Vuestra Señoría —respondió el
mayordomo—; que en esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está
sentado en esa silla.
—Pues advertid, hermano —dijo
Sancho—, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza
me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos
fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta
ínsula debe haber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá
ser que si el gobierno me dura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por
la muchedumbre, deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su
pregunta el señor mayordomo; que yo responderé lo mejor que supiere, ora se
entristezca o no se entristezca el pueblo.
A este instante entraron en el
juzgado dos hombres ancianos, el uno vestido de labrador y el otro de sastre,
porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre dijo:
—Señor gobernador, yo y este
hombre labrador venimos ante vuestra merced en razón que este buen hombre llegó
a mi tienda ayer (que yo, con perdón de los presentes, soy sastre examinado,
que Dios sea bendito), y poniéndome un pedazo de paño en las manos, me
preguntó: «Señor, ¿habría en este paño harto para hacerme una caperuza?». Yo,
tanteando el paño, le respondí que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo
imagino, e imaginé bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna parte del
paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme
que mirase si habría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y el,
caballero en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo
añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas; y ahora en este punto
acaba de venir por ellas; yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura; antes
me pide que le pague o vuelva su paño.
—¿Es todo esto así, hermano?
—preguntó Sancho.
—Sí, señor —respondió el hombre—;
pero hágale vuestra merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho.
—De buena gana —respondió el
sastre.
Y sacando en continente la mano
de debajo del herreruelo, mostró en ella cinco caperuzas puestas en las cinco
cabezas de los dedos de la mano, y dijo:
—He aquí las cinco caperuzas que
este buen hombre me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado
nada del paño, y yo daré la obra a vista de veedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de
la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un
poco, y dijo:
—Paréceme que en este pleito no
ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón, y así,
yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador, el paño,
y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más.
Si la sentencia pasada de la
bolsa del ganadero movió a admiración a los circunstantes, ésta les provocó a
risa; pero, en fin, se hizo lo que mandó el gobernador. Ante el cual se
presentaron dos hombres ancianos; el uno traía una caña vieja por báculo, y el
sin báculo dijo:
—Señor, a este buen hombre le
presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con
condición que me los volviese cuando se los pidiese; pasáronse muchos días sin
pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad, de devolvérmelos, que la que él
tenía cuando yo se los presté; pero por parecerme que se descuidaba en la paga,
se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me
los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los
presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la
vuelta, porque no me los ha vuelto; querría que vuesa merced le tomase
juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para
delante de Dios.
—¿Qué decís vos a esto, buen
viejo del báculo? —dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
—Yo, señor, confieso que me los
prestó, y baje vuestra merced esa vara; y pues él lo deja en mi juramento, yo
juraré como se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y en
tanto el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en
tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz
de la vara, diciendo que era verdad que se le habían prestado aquellos diez
escudos que se le pedían; pero que él se los había vuelto de su mano a la suya,
y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el
gran gobernador, preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su
contrario; y dijo que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque
le tenía por hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber
olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante
jamás le pediría nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y bajando la cabeza,
se salió del juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y
viendo también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y
poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo
como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le
llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y en viéndole
Sancho, le dijo:
—Dadme, buen hombre, ese báculo,
que le he menester.
—De muy buena gana —respondió el
viejo—: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle
Sancho, y dándosele al otro viejo, le dijo:
Andad con Dios, que ya vais
pagado.
—¿Yo, señor? —respondió el
viejo—. Pues ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?
—Sí —dijo el gobernador—; o si
no, soy el mayor porro del mundo. Y ahora se verá si tengo yo caletre para
gobernar todo un reino.
Y mandó que allí, delante de
todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della
hallaron diez escudos en oro; quedaron todos admirados, y tuvieron a su
gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había
colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que
de haberle visto dar el viejo que juraba, a su contrario, aquel báculo, en
tanto que hacía juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente,
y que en acabando de jurar le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación
que dentro dél estaba la paga de lo que pedía. De donde se podía colegir que
los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus
juicios; y más que él había oído contar otro caso como aquél al cura de su
lugar, y que él tenía tan gran memoria, que a no olvidársele todo aquello de
que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el
un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los presentes quedaron
admirados, y el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no
acababa de determinarse si le tendría y pondría por tonto, o por discreto.
Luego, acabado este pleito, entró
en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero
rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo:
—¡Justicia, señor gobernador,
justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo! Señor
gobernador de mi ánima: este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y
se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada
de mí!, me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha,
defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y extranjeros, y yo, siempre,
dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego,
o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con
sus manos limpias a manosearme.
—Aún eso está por averiguar: si
tiene limpias o no las manos este galán —dijo Sancho.
Y volviéndose al hombre le dijo
qué decía y respondía a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado,
respondió:
—Señores, yo soy un pobre
ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía desde el lugar de vender, con
perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco
menos de lo que ellos valían; volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta
buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que
yogásemos juntos; paguéle lo suficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no
me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el
juramento que hago o pienso hacer, y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.
Entonces, el gobernador le
preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte
ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la
entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla la
mujer, y haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del
señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y
con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos;
aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro.
Apenas salió, cuando Sancho dijo
al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se
iban tras su bolsa:
—Buen hombre, id tras aquella
mujer, y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella.
Y no lo dijo a tonto ni a sordo;
porque luego partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los
presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y de allí a poco
volvieron el hombre y la mujer más asidos y aferrados que la vez primera, ella
la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por
quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces
diciendo:
—¡Justicia de Dios y del mundo!
Mire vuestra merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste
desalmado, que en mitad de poblado y en mitad de la calle, me ha querido quitar
la bolsa que vuesa merced mandó darme.
—Y ¿háosla quitado? —preguntó el
gobernador.
—¿Cómo quitar? —respondió la
mujer—. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa. ¡Bonita es la
niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no éste desventurado y
asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán bastantes a
sacármela de las uñas, ni aun garras de leones: antes el ánima de mitad en
mitad de las carnes!
—Ella tiene razón —dijo el
hombre—, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son
bastantes para quitársela, y déjola.
Entonces el gobernador dijo a la
mujer:
—Mostrad, honrada y valiente, esa
bolsa.
Ella se la dio luego, y el
gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada y no forzada:
—Hermana mía, si el mismo aliento
y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la
mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os
hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda
esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad
luego, digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!
Espantóse la mujer y fue
cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre:
—Buen hombre, andad con Diosa
vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder,
procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie.
El hombre le dio las gracias lo
peor que supo, y fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los
juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su
coronista, fue luego escrito al duque, que con gran deseo lo estaba esperando.
Y quédese aquí el buen Sancho,
que es mucha la priesa que nos da su amo, alborozado con la música de
Altisidora.
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