martes, 17 de octubre de 2017

Utopía


Tomás Moro
(Thomas More; Londres, 1478 - 1535)


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Los criados de los nobles, los artesanos y hasta los mismos campesinos se entregan a un lujo ostentoso tanto en el comer como en el vestir. ¿Para qué hablar de los burdeles, casas de citas y lupanares y esos otros lupanares que son las tabernas y las cervecerías y todos esos juegos nefastos como las cartas, los dados, la pelota, los bolos o el disco? De sobra sabéis que acaban rápidamente con el dinero y dejan a sus adeptos en la miseria o camino del robo. Desterrad del país estas plagas nefastas. Ordenad que quienes destruyeron pueblos y alquerías los vuelvan a edificar o los cedan a los que quieran explotar las tierras o reconstruir las casas. Frenad esas compras que hacen los ricos creando nuevos monopolios. ¡Sean cada día menos los que viven en la ociosidad; que se vuelvan a cultivar los campos, y que vuelva a florecer la industria de la lana! Sólo así volverán a ser útiles toda esa chusma que la necesidad ha convertido en ladrones o que andan como criados o pordioseros a punto de convertirse también en futuros ladrones. Si no se atajan estos males es inútil gloriarse de ejercer justicia con la represión del robo, pues resultará más engañosa que justa y provechosa. Porque, decidme, si dejáis que sean mal educados y corrompidos en sus costumbres desde niños, para castigarlos ya de hombres, por los delitos que ya desde su infancia se preveía tendrían lugar, ¿qué otra cosa hacéis más que engendrar ladrones para después castigarlos?

Mientras yo hablaba, ya nuestro jurista se había dispuesto a responderme. Había adoptado ese aire solemne de los escolásticos, consistente en repetir más que en responder, pues creen que la brillantez de una discusión está en la facilidad de memoria. Y me dijo:

—Te has expresado muy bien a pesar de ser extranjero y de que sospecho conoces más de oídas que de hecho lo que has narrado. Te lo demostraré en pocas palabras. En primer lugar resumiré ordenadamente cuanto acabas de decir. Te mostraré a continuación los errores que te ha impuesto la ignorancia de nuestras cosas. Finalmente desharé y anularé todos tus argumentos. Así pues, comenzaré por el primer punto de los cuatro a desarrollar…

—Calla —interrumpió bruscamente el Cardenal— pues temo que no has de ser breve, a juzgar por los comienzos. Te dispensaremos del trabajo de responderle ahora. Queda en pie, sin embargo, la obligación de hacerlo en la próxima entrevista que, salvo inconveniente de tu parte o de Rafael, querría fuera mañana. Ahora, mi querido Rafael, me gustaría saber de tu boca por qué crees que no se ha de castigar el robo con la pena capital y qué castigo crees más adecuado para la utilidad pública. Pues en ningún momento pienso que tú crees que un delito de esta naturaleza haya que dejarlo sin castigo. Porque si ahora con el miedo a la muerte se sigue robando, ¿qué suplicio ni qué miedo podrá impresionar a los malhechores si saben que les queda a salvo la vida? La mitigación del castigo ¿no les inducirá a ver en ello una invitación al crimen?

—Mi última convicción, Santísimo Padre —le dije yo—, es que es totalmente injusto quitar la vida a un hombre por haber robado dinero. Pues creo que la vida de un hombre es superior a todas las riquezas que puede proporcionar la fortuna. Si a esto se me responde que con ese castigo se repara la justicia ultrajada y las leyes conculcadas y no la riqueza, entonces diré que, en tal caso, el supremo derecho es la suprema injusticia. Porque las leyes no han de aceptarse como imperativos manlianos, de forma que a la menor transgresión haya que echar mano de la espada. Ni los principios estoicos hay que tomarlos tan al pie de la letra que todas las culpas queden homologadas, y no haya diferencia entre matar a un hombre o robarle su dinero. Estas dos cosas, hablando con honradez, no tienen ni parecido ni semejanza. Dios prohíbe matar. ¿Y vamos a matar nosotros porque alguien ha robado unas monedas? Y no vale decir que dicho mandamiento del Señor haya que entenderlo en el sentido de que nadie puede matar, mientras no lo establezca la ley humana. Por ese camino no hay obstáculos para permitir el estupro, el adulterio y el perjurio. Dios nos ha negado el derecho de disponer de nuestras vidas y de la vida de nuestros semejantes. ¿Podrían, por tanto, los hombres, de mutuo acuerdo, determinar las condiciones que les otorgaran el derecho a matarse? Esta mutua convención, ¿tendría autoridad para soltar de las obligaciones del precepto divino a esbirros que, sin el ejemplo dado por Dios, ejecutan a los que la sanción humana ha ordenado dar muerte? ¿Es que este precepto de Dios no tendrá valor de Código más que en la medida en que se lo otorgue la justicia humana? Por esta misma razón llegaríamos a la conclusión de que los mandamientos de Dios obligan cuando y como las leyes humanas lo dictaminen. La misma Ley de Moisés, dura y rigurosa como dictada para un pueblo de libertos de dura cerviz, castigaba el robo con fuertes multas y no con la muerte. Ahora bien, no podemos siquiera imaginar que Dios en su nueva Ley de gracia autoriza, como padre a sus hijos, a ser más libres en el rigor de sus penas. Éstas son las razones que me mueven a rechazar la pena de muerte para los ladrones. Creo, además, que todos ven lo absurdo y lo pernicioso que es para la república castigar con igual pena a un ladrón y a un homicida. Si la pena es igual tanto si roba como si mata, ¿no es lógico pensar que se sienta inclinado a rematar a quien de otra manera se habría contentado con despojar? Caso de que le cojan, el castigo es el mismo, pero tiene a su favor matarlo, su mayor impunidad y la baza de haber suprimido un testigo peligroso. Tenemos así, que, al exagerar el castigo de los ladrones, aumentamos los riesgos de las gentes de bien.

»La cuestión estriba ahora —seguí diciendo— en saber cuál sería el castigo más conveniente. Y no creo que sea más difícil de encontrar que el haber averiguado que el actual sistema es el peor. ¿Por qué dudar en ensayar, por ejemplo, lo que hacían los romanos, bien duchos por cierto, en esto de gobernar? A los grandes criminales se les condenaba a trabajar, encadenados de por vida, en faenas de minas o de canteras. Con todo, creo que lo más interesante que he visto a este respecto, es lo que pude observar en uno de mis viajes a Persia, entre unas tribus conocidas con el nombre de polileritas. Se trata de un pueblo numeroso y bien gobernado. A excepción de un pequeño tributo anual que pagan al rey de Persia, gozan de plena libertad y se gobiernan por sus propias leyes. Situados entre montañas y lejos del mar, se alimentan de los frutos de la tierra sin apenas salir de ella. Son pocos también los que les visitan. Desde tiempo inmemorial no se les conocen ansias expansionistas y les resulta fácil defender lo que tienen, gracias a sus montes y al tributo que pagan. No hacen el servicio militar. Viven con comodidad, pero sin lujo, preocupados más de la felicidad que de la nobleza o el nombre, pues pasan desapercibidos de todo el mundo, a no ser de sus vecinos más inmediatos. Pues bien, en este país, al convicto de robo se le obliga a devolver lo sustraído a su dueño y no al rey, como suele hacerse en otros lugares. Piensan que sobre lo robado tanto derecho como el rey tiene el mismo ladrón. Si lo robado se ha extraviado, entonces se paga lo correspondiente, con los bienes confiscados que pudiera tener el ladrón. Caso de sobrar algo, se reparte entre su mujer y sus hijos. Él, en cambio, es condenado a trabajos forzados. Si el robo no va acompañado de circunstancias agravantes de crueldad, ni se le encarcela ni se le ponen grilletes. Se le destina en libertad y sin policía a trabajos públicos. 

A los morosos o recalcitrantes no se les estimula con prisión sino con látigo. Los que trabajan bien no reciben malos tratos. Se les pasa lista todas las noches y se les encierra en celdas donde pasan la noche. Aparte de trabajar todos los días, no tienen ninguna otra penalidad. Su alimentación, en efecto, no es mala. La misma sociedad para la que trabajan se cuida de su sustento, si bien los procedimientos varían de un lugar a otro. En unos lugares, los gastos del sustento se cubren con limosnas de la gente. Parece un recurso precario, pero dada su generosidad, resulta el más ventajoso. En otros lugares se destinan a estos efectos rentas de fondos públicos, o bien impuestos especiales en proporción al número de habitantes. Hay también regiones en las que no se les emplea en trabajos públicos. Por ello, cuando alguien necesita un obrero, lo contrata en la plaza pública. En tal caso, conviene con él el jornal, siempre un poco más bajo al de la mano de obra libre. La ley faculta al dueño castigar con azotes al perezoso. Con esto se logra que no estén nunca sin trabajar, y que todos los días aporten algo al erario público, además de su propio sustento. Todos han de llevar el vestido del mismo color, un color propio de ellos; no se les corta el pelo al rape sino que se les hace un corte especial por encima de las orejas, una de las cuales se les corta ligeramente. Pueden recibir de sus familiares y amigos alimento, bebidas y vestidos del color prescrito. Pero es un delito capital aceptar dinero, tanto para quien lo da como para quien lo recibe. Es, asimismo, peligroso para un hombre libre recibir dinero de un condenado. Y la misma pena está prevista para los esclavos (así llaman a los condenados) que se hacen con armas. 

Cada región marca a sus condenados con una señal particular. Hacer desaparecer esta señal es un delito capital. La misma sentencia recae sobre los que han sido vistos fuera de sus confines o se les ha sorprendido hablando con un esclavo de otra región. El intento de fuga es tan delito como la misma fuga. El cómplice de la misma es castigado con la muerte si es esclavo, y pasa a esclavo si es libre. Hay también establecidas recompensas para los delatores: para el libre, dinero; para el esclavo, la libertad, asegurando con ello a ambos el perdón y la seguridad del secreto, a fin de que no resulte más seguro perseverar en una mala intención que arrepentirse de ella. Tales son las leyes y procedimientos que siguen en esta cuestión, como ya dije. Bien se echa de ver la utilidad y el sentido de humanidad que las inspira. Pues la ley se ensaña contra los delitos y respeta a unos hombres que, por fuerza, han de ser honorables, ya que después del delito reparan el mal que hicieron con su buena conducta. No hay miedo de que vuelvan a sus viejos hábitos, hasta el punto de que los turistas extranjeros al emprender un gran viaje se ponen bajo la dirección de estos «esclavos», como los guías más seguros. Se les cambia cada vez de una región a otra. En efecto ¿qué se puede temer de ellos? Todo les aparta naturalmente de la tentación de robarte: están desarmados, el dinero les delataría; caso de ser descubiertos, serán castigados, no quedándoles esperanza de huir a ninguna parte. ¿Cómo puede ocultarse o engañar un hombre vestido de forma tan singular? Aunque se escapase desnudo, sería delatado por el defecto de la oreja. Queda excluido también el peligro de que puedan conspirar contra el Estado. Pero, para llevarlo a cabo, tendrían que estar de acuerdo con los esclavos de otras regiones. Ahora bien, tal conjura es imposible desde el momento en que no pueden ni reunirse, ni hablar, ni saludarse. ¿Cómo podrían confabularse con otros hombres si para ellos el silencio es un peligro y la delación les acarrea mayores ventajas? Por otra parte, todos abrigan la esperanza de que sometiéndose, aguantando y dejando correr el tiempo, encauzan su futuro hasta el día que puedan alcanzar la libertad. No pasa año, en efecto, sin que uno u otro sean liberados en atención a las pruebas que han dado de sumisión.

Acababa yo de decir esto e iba a añadir que no me explicaba por qué no establecer en Inglaterra un sistema penal semejante, que tendría resultados muy superiores a los obtenidos por esa famosa justicia tan cacareada por nuestro jurisconsulto. Pero él me replicó:

—Semejante sistema penal jamás se podrá implantar en Inglaterra, ya que acarrearía los más graves peligros.

Dicho esto, movió la cabeza, torció el ceño y se calló. Cuantos le escuchaban, fueron del mismo parecer.

—No es fácil adivinar —dijo entonces el Cardenal— si el cambio del sistema penal sería ventajoso o no, toda vez que no tenemos la menor experiencia de ello. De todos modos, suponiendo que alguien haya sido condenado a muerte, el príncipe podría demorar la sentencia, y así poner a prueba este sistema. Con el mismo fin se podría abolir el derecho de asilo. Si una vez experimentado el sistema, se ve que da resultados, no hay inconveniente en regularlo. Si, por el contrario, se ve que no resulta, se vuelve a aplicar la sentencia a los condenados a muerte con anterioridad. Ni es impuesto ni perjudica al Estado, ejecutar a su tiempo lo anteriormente legislado. Por otra parte, no creo que tal medida suponga peligro alguno para el mismo Estado. Yo iría todavía más lejos: ¿por qué no experimentar el sistema con respecto a los vagabundos? Se han dado contra ellos leyes y leyes, y sin embargo, en la realidad estamos peor que nunca.

Todos a una aplaudieron las ideas expuestas por el Cardenal, siendo así que no habían encontrado más que menosprecio mientras yo las exponía. Alababan sobre todo lo referente a los vagabundos, punto que había añadido él de su cosecha.

Me pregunto ahora si no sería mejor pasar por alto el resto de la conversación. ¡Tan ridícula fue! No obstante, referiré algo de ella, ya que no fue mala y toca un poco a nuestro propósito.
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